La
culpa la tiene mi doctora. Y el asco. Y mi cepillo de dientes que
provoca la arcada matutina. Y él y su cajón de la cómoda con su
medallita de comunión de oro. Y sus corbatas enfundadas en bolsas de
la tintorería. La culpa la tiene la pena y lo poco que me deja para
pensar en otra cosa que no sea la lista de la compra cuando al dolor
se le hace la boca agua. El pollo y sus virtudes acrobáticas en la
sartén. El boquerón frito y la sardina al horno. Sus cartas
bancarias sobre el mantel de la depresión y mi quiebra intestinal.
Mi casa huele bien a pesar de todo. Aún conserva el vaho del amor en
el techo. Cada mañana esquivo al duelo el contorno de un ángel en
los azulejos de la cocina. Cada noche acaba estrellándose en un vaso
rojo. No duele. Necesito que me haga llorar en vena. Morir por esto
sólo te asegura una buena incineración y una coral de plañideras
de serie. ¿Por qué callan los hijos de Olot? ¿A quién temen?
Esta cuarentena de vida no es vida. Odio la fluoxetina. Me queda
grande de sisa y de orgullo. La doctora tiene razón: Nadie merece
ser notificado en el olvido. Hay que andar de nuevo. No lleves
adornos, ni piel ni ropa. Corre. Corre hoy detrás de otro ángel,
maldita sea. Que te señale el sitio donde mejor paguen el oro por
miligramo de felicidad. Que alguien perdone a los que crean en tu
inocencia.. Vendo medalla de un infante con fin benéfico. La
libertad no es tan cara como piensan. Pero a veces da mucho asco.