miércoles, 29 de agosto de 2012

SALOMÉ



De sándalo y miel íbamos desnudos

Yo te escuchaba y tú cantabas

Vencido a mi piel en el delirio

Son las 12. Oscuro e inmoral

Un espíritu llega y de su lengua

Dispara una flecha de cianuro

Ni la noche indulta en su silencio

A un ángel tristemente dominado

El viento, sí


 




lunes, 20 de agosto de 2012

SACRIFICIO


A punto de la asfixia tras el café de la siesta, una mujer creyó conveniente disponer lo único que sabía cierto le traería el último hálito de complacencia. Y tras diseccionar su oreja derecha -era diestra para captar los sonidos aburridos de todo aquello que le rodeaba- se entrega irrenunciablemente a un ir y devenir de campanas y sonajas celestiales en la izquierda, absorta en una meseta de hierba verde insufrible (hasta suena una flauta travesera y timbales desde una coral de voces blancas). Avanza ahora mismo recorriendo el ilusorio decorado, siguiendo la huella de un lobo gris que indica un lugar insondable que sólo él conoce bien. Caminan un bosque hecho de hojas de nogal que su último enamorado le dejó en suerte de suspiros hilvanado en los visillos de la alcoba. Podrían incluso compararse a la bondad de aquellos orgasmos que ella había ido atesorando en una botella de anís y que al rasgar le devolvía ese segundo de espasmo extraordinario como un ave migratoria al término de su vuelo. Se acerca. La bestia, leal a su amo, la conduce al epicentro del altar coronado por brotes de acedías que harán de lecho para la inesperada cita. Viene ya selvática y desnuda con paso de niebla. Asoma en la piel un temblor primario al amparo de la carne, perfumada de rocíos medulares y el espíritu de la sal fluvial de una gárgola entre los muslos. Este hambriento mitad hombre mitad unicornio no deja de observarla. No hay prisa. Las estaciones se entretienen en el jeroglífico de la espalda, en las dóciles plumas abatidas al zumbido del atlas del fin del mundo. Los senos desde atrás.  Las caderas, tallo de abeja en su danza letal. Dónde ella, dónde los sexos han de alojarse y contenerse, dónde la mitad del hombre que sabe donde quiere permanecer por siempre en la litúrgica entelequia del ardor. Se revuelve, se transmuta en yegua embravecida, se ofrece entre la humedad y la lucha por girarse. La mitad del hombre sabe donde habitarla. La otra, esperará el punzante temblor de la certeza tras el rastro de la aguja. Ella dice entra. Dice invádeme ahora de norte a sur este cuerpo inconquistable. La vuelvo frente a mí vencidos ya los dos y la completo, absolutamente inundada de mi espuma, a un acantilado de plenitud infinita.  Pero yo sé que la espiga alzada de mi frente vertebral, haré brotar la sangre que desde su latido -prodigiosamente reencarnado en ella misma-, brinque saciado de dicha con mi mejor sacudida. El mañana será otra naturaleza viva. Ven. Desfallece en mí de nuevo, sueño de verano (se escucha de fondo el tintineo estridente de una alarma de gaviotas aturdidas. El despertador del tiempo marca 38 grados a la sombra)