miércoles, 1 de febrero de 2012

10 PERRITOS


La rompió en dos. Le veía marchar ahora igual que la primera vez que se conocieron –tal vez, porque nunca llegó a ella-. La almohada bien sabía desde ese instante su estado de duermevela. Imaginaba que no había pasado el tiempo desde la conmoción de aquella imagen: un hombre que venía e iba como una columna napoleónica en la victoria bajo su abrigo negro. Cara y envés de una inocente estrategia inadvertida justamente cuando su bandera se encontraba a media asta. Las cruzadas del corazón siempre acaban escritas por perdedores. Ella ya no durmió ni esa noche ni las siguientes. Todo parecía una alfombra de césped tan perfecto que dolía a la vista contemplar su iridiscencia. Vinieron los brindis, la penumbra impostada en las persianas bajadas, las manos como esponjas, los atardeceres planetarios en el ángelus del sexo. Las sirenas crujían mansamente en la orgía incendiaria sin más brasas que ellos. Luego se durmió arrumada en la curva de su cuerpo con cautela hospitalaria. Faltaba el perro que diera fe a esa efímera complacencia del bienestar en la intersección del peligro. Paseaban los tres en los mediodías conyugales de fin de semana multiplicados a la par en cuatro estaciones. Nada parecía más creíble que el eco de la costumbre. Pero…(y lamento no poner el fin que todos esperan porque, de otra manera, esto sería una película de sobremesa, y hoy por hoy, no me rinden cuentas para desenlaces alegres)…él dejó de cuidar el abrigo, aquel gabán que le hacía flotar en el aire como un dandi de película gris “Bajo la lluvia equivocada” (tampoco cobro por mencionar a Vanesa(*), pero es que era inevitable no hacerlo). Corrió las cortinas al agotamiento de sus huesos y dejó de mirar el atardecer esperando una cena digestiva antes de bajar a caminar los tres por el mismo camino que ya calzaban la memoria de sus pasos. Ella seguía sin dormir. Aquella escena del principio seguía pegada a su almohada como un cataclismo desbordado en un dique. Ella era el incendio. Pero no había alarma que diera aviso para socorrerla. Sólo le quedaba bajar y subir y contar ciclos lunares, como el que tacha un asunto incómodo en la agenda de los juramentos. Ya pasará, pensaba. Porque no todo en esta vida es una obligación…perdón -rectifico en la libreta- menos cuidar a un perro, que de nada tiene la culpa. Y todo esto en un segundo, como pasa de largo un mal sueño (ahora, por favor, déjenme llorar…o cambien de canal).

(*) Vanesa Pérez Sauquillo