jueves, 29 de diciembre de 2011

INOCENTE-MENTE


Eras una hoja perdida y sin nombre en aquel invernadero. Caminabas inquieta entre la artificial creación y detenías de repente tu paso ante lo subliminalmente imposible. Un cuadernillo de espiral iba atesorando signos velados a los ángeles que protegían aquel prodigio de la realidad. Sacaste un cigarrillo. Inhalabas el humo impregnado en nuevos aromas. A veces, la estela se quedaba en ti, como si quisieras beberte la historia de la naturaleza en el clorofílico estado de la melancolía. Yo simplemente observaba. Era un jardinero acostumbrado a las estaciones florales a destiempo. Podía hacer germinar una camelia cada día del invierno. No era un secreto dar a la semilla lo que necesita si uno mantiene su temperatura adecuada. Tú necesitabas a alguien como yo. Lo supe cuando  me acerqué y te pedí fuego. Me devolviste un bofetada de silencio en un texto de Rosseau: “Todo ha terminado en esta tierra para mí. Ya no se me puede hacer ni bien  mal. Ya no me queda nada que esperar ni temer en este mundo, y heme allí tranquilo en el fondo del abismo, pobre mortal desafortunado, pero impasible como el mismo Dios”. Entonces decidí salvarte. Quedamos a la salida de mi trabajo. Limpié las uñas de abono y el rastro de almizcle de antiguos gineceos. Acabamos embriagados de vino rosado y marisco y volvimos a nacernos por los pétalos aún vírgenes.  Hay verbos donde el gerundio se hace doloroso y se queda interrogando su infinitivo en el aire. Yo estaba amando. Amé su aroma insólito.  La ley de la gravedad se alimenta de trágicas horizontalidades. Hoy ya eres horizontal. Y estás fría, pero no lo sabes. Perdonar no me corresponde. Eres infinita en el invernadero de lo sagrado. Delicadamente inerte . Yo, olvidando: Como olvida un jardinero cada primavera.