A punto de la asfixia tras el
café de la siesta, una mujer creyó conveniente disponer lo único que sabía
cierto le traería el último hálito de complacencia. Y tras diseccionar su oreja
derecha -era diestra para captar los sonidos aburridos de todo aquello que le
rodeaba- se entrega irrenunciablemente a un ir y devenir de campanas y sonajas celestiales
en la izquierda, absorta en una meseta de hierba verde insufrible (hasta suena
una flauta travesera y timbales desde una coral de voces blancas). Avanza ahora
mismo recorriendo el ilusorio decorado, siguiendo la huella de un lobo gris que
indica un lugar insondable que sólo él conoce bien. Caminan un bosque hecho de hojas
de nogal que su último enamorado le dejó en suerte de suspiros hilvanado en los
visillos de la alcoba. Podrían incluso compararse a la bondad de aquellos orgasmos
que ella había ido atesorando en una botella de anís y que al rasgar le devolvía
ese segundo de espasmo extraordinario como un ave migratoria al término de su
vuelo. Se acerca. La bestia, leal a su amo, la conduce al epicentro del altar coronado
por brotes de acedías que harán de lecho para la inesperada cita. Viene ya selvática
y desnuda con paso de niebla. Asoma en la piel un temblor primario al amparo de
la carne, perfumada de rocíos medulares y el espíritu de la sal fluvial de una
gárgola entre los muslos. Este hambriento mitad hombre mitad unicornio no deja
de observarla. No hay prisa. Las estaciones se entretienen en el jeroglífico de
la espalda, en las dóciles plumas abatidas al zumbido del atlas del fin del
mundo. Los senos desde atrás. Las
caderas, tallo de abeja en su danza letal. Dónde ella, dónde los sexos han de
alojarse y contenerse, dónde la mitad del hombre que sabe donde quiere
permanecer por siempre en la litúrgica entelequia del ardor. Se revuelve, se
transmuta en yegua embravecida, se ofrece entre la humedad y la lucha por
girarse. La mitad del hombre sabe donde habitarla. La otra, esperará el punzante
temblor de la certeza tras el rastro de la aguja. Ella dice entra. Dice invádeme
ahora de norte a sur este cuerpo inconquistable. La vuelvo frente a mí vencidos
ya los dos y la completo, absolutamente inundada de mi espuma, a un acantilado
de plenitud infinita. Pero yo sé que la
espiga alzada de mi frente vertebral, haré brotar la sangre que desde su latido
-prodigiosamente reencarnado en ella misma-, brinque saciado de dicha con mi mejor
sacudida. El mañana será otra naturaleza viva. Ven. Desfallece en mí de nuevo,
sueño de verano (se escucha de fondo el tintineo estridente de una alarma de
gaviotas aturdidas. El despertador del tiempo marca 38 grados a la sombra)