“Sólo tú sabes robarme,
ganarle el pulso a las hormigas que me trepan”
(Milagros López)
“Que haya transformación, y que comience
conmigo”
(Marilyn Fergurson)
Adiestrar el cuerpo lleva su tiempo. Llevarlo al
epicentro de la tempestad. Hundirlo en el azul cobalto del abismo,
arrastrarlo por el lodo. Sepultar la memoria bajo el lienzo
luminiscente del silencio . El mundo acaba de expirar. Calma. Todo
volverá a iniciarse cuando baje la marea. La niña que paseaba por
la arena encuentra un pez dorado en el adagio de una ola. Ambos
renacen en el cobijo húmedo del abrazo. La melancolía del sauce
añora la savia del corazón. El mañana es un sueño en la
evaporación del sexo, el canto secreto de las ninfas mientras Eros
hace el amor en el envés de la sal. Ser el otro, ansiarse en el
incendio del otro, rosacruz sintagma donde se cristaliza el verbo
ciego de la razón y los amantes firman un contrato sobre las
piedras. Más allá asistimos a la verdadera agitación de la
conciencia, el equilibrio revolucionario de una nueva era. El viaje
comienza donde termina la frontera de la oscuridad. Trascender el
cosmos, anclar la eternidad sin billete de vuelta. Dar a la ciencia
otra dimensión en el calendario estival donde siempre bailarán las
doncellas en el cuarto creciente. El dogma comienza cada mañana a la
señal de quien espera ser amado. Plenitud al fin en el territorio de
luz, dice la poeta. El mar necesita ser comprendido. Esto sólo es
posible en un intercambio de espacios. El pez niña, la niña dorada.
Aquí se sujeta lo indecible, lo que encierra el
poema. Escuchar. En la verticalidad del cielo y el límite celeste
hallaremos ese umbral de sabiduría infinita. Seamos, pues, el mañana
siempre. Toda vigilia tiene su recompensa.
(Prólogo para el libro de Milagros López "A ras del mar". Editorial Torremozas, 2014. Imagen de Elena Kalis)