Perfora mi ropa como lo haría la
pavesa de un cigarrillo, traspasando la carne a través de la
hendidura sangrante de la carne. Latente en la consumación absurda
donde el razonamiento es una línea recta en el monitor de una
parada cardiaca. A el fin le da igual el mientras y el después. Ha
estado vigilando siempre nuestro miedo tras los visillos del salón,
orinándose en sus dobladillos, debajo del suelo, en la humedad
indecorosa del salón de invitados. Las esquelas de los malos
presagios pernoctan en el horror de la genética. Revisen y cambien
sus colchones. Hay quienes respiran en los muros apuntalados por
otros cometas, como una araña preñada y reventada prematuramente
por un zapato. Medio millón de arañas recién nacidas y muertas a
la vez. Celebración del ser, de una u otra forma. Qué más da si
perdemos la casa si ya habíamos endeudado las llaves a la ciudad
donde las sirenas sólo llegan a los primeros auxilios. La ignorancia
devora las polillas de los libros que nunca debieron ser escritos, el
nervio occipital de la piedra que espera ser descifrada en su
condición de eternidad. Tengo los intestinos rebosando nostalgia y
necedad a partes iguales. Deteneos un segundo. Notaréis cómo
respiran. Desempolvar los libros. La tristeza es un cebo para la
locura. Que caduquen las advertencias en los lácteos, en los
coleópteros de las defecaciones imperialistas, en los conquistadores de estrellas, sus supernovas automáticas con ubres
infinitas. Las neveras están vacías de misericordia. Ha resistido
en la faringe donde se agitan los cadáveres del polo norte, en el calcio insoluto de los huesos de la fe. Parad. No se
líen. Las columnas de los grandes templos tampoco pueden salvar los
grafittis. Así no hay quien duerma ni quien despierte. De qué
hablamos sin decir. Qué contaban los libros. Vivir y que nos
queme. Arder. Que no tenga que ser escrita. Piedad, digo. Desaparecer sin dejar rastro. La inexistencia también es un don. Y además, no duele.